En su vuelta
al equipo nacional, Isidro demostró al seleccionador, García Salazar, que había
acertado al depositar su confianza en el ariete del Real Oviedo.
Tras el debut victorioso ante Yugoslavia, Isidro Lángara
esperó impaciente una nueva convocatoria. Era nuevo seleccionador, por dimisión
del periodista bilbaíno José María Mateos, el doctor de Vitoria don Amadeo
García Salazar. Llegaba éste con humildad al cargo. Era hombre entendido y
tenía, además, como gran éxito balompédico el haber creado aquel formidable
Deportivo Alavés que asombró con sus Ciríaco, Quincoces, Antero, Olivares,
Lecue, Albéniz, Fede, Urquiri, etcétera, etcétera. Llegó a ser idolatrado por
sus jugadores. Pero don Amadeo no confiaba, en principio, en Lángara. Luego,
con el tiempo, sería su niño mimado. Por ello, Lángara se quedó con las ganas
de ser seleccionado tras su debut en Buenavista frente a Yugoslavia. Los cuatro
partidos siguientes ante Portugal (en Vigo), Francia (en París), Yugoslavia (en
Belgrado) y Bulgaria (en Madrid), todos ellos en 1933, vieron como ariete de la
selección a Elícegui. Lángara no se desanimó y tuvo paciencia. Todo llegaría,
como así fue.
Don Amadeo García Salazar vio claro. En el Oviedo había
un jugador guipuzcoano que marcaba goles con suma facilidad. Su nerviosismo en
el debut ante Yugoslavia –lógico- había pasado a la historia. Y por ello, ante
las eliminatorias para la II Copa del Mundo (1934) a jugar en tierras italianas,
España tenía que medirse con Portugal. El vencedor iría a las finales en
tierras transalpinas. Se acordó que no existiese el “goal average” para darle
mayor aliciente al doble compromiso. Se sortearon los campos y correspondió
jugar primero en Madrid. Y, en efecto, el 11 de marzo de 1934 se jugó en el
viejo Chamartín el primer evento con Portugal. La delantera de España era
fabulosa pese a la baja de Iraragorri, interior bilbaíno, lesionado. La
integraban Ventolrá [1], Luis
Regueiro, Lángara, Chacho y Gorostiza. Por detrás de estos cinco actuaron:
Zamora en la puerta; Zabalo y Quincoces en la defensa; en la línea media
Cilaurren, Marculeta y Fede, un sobrio jugador del Sevilla hecho en el Alavés.
Y, como suplentes, cuatro grandes futbolistas: Guillermo Eizaguirre, portero
del Sevilla, Alfonso Olaso (Atlético Madrid), Lecue (Betis) y Herrerita
(Oviedo). Iba a ser el partido de la consagración de Lángara.
Victoria
española por nueve goles: Lángara, cinco.
El encuentro no tuvo historia. Lleno hasta la bandera en
Chamartín con record de recaudación en aquel tiempo: ¡Ciento cincuenta mil
pesetas de taquilla! Portugal nada pudo hacer. España estuvo soberbia. El
ataque español, pese a la baja de Iraragorri, funcionó maravillosamente.
Incluso tras la lesión de Chacho, con rotura de un dedo de una mano, pero
siguió en juego. Una lástima, porque si se hubiese retirado estaba autorizado
el cambio, y ello hubiese supuesto el debut de Herrerita. El jugador ovetense
tuvo que esperar una semana más. Portugal alineó a Soares do Reis; Martins,
Serrano; Nova, Silva, G. Pinto; Mourão, Waldemar, Mesquita, Sousa, Pinga y Lopes. En
la segunda parte, jugaron Amaro en la puerta y Pereira en la media. Fue igual.
A los tres a cero del primer tiempo, con goles de Chacho, a poco de empezar y
dos de Lángara (uno de penalty), añadió España, en una segunda parte
arrolladora, seis goles más hasta totalizar el rotundo nueve a cero logrado.
Lángara hizo tres goles más –marcó nada menos que cinco-, Regueiro alcanzó dos
y Ventolrá, uno. Portugal se vio abrumada por el tanteo, lo intentó todo, pero
el equipo de España jugó de forma fantástica, enloqueciendo a la parroquia que
se apiñaba en el viejo y desaparecido feudo madridista. Se dice que tras el
partido, en el banquete oficial celebrado en un hotel madrileño, los jugadores
portugueses miraban a Lángara como a un ser procedente de otro planeta. Les
había marcado él solito cinco goles, y eso era demasiado para sus
posibilidades. Les quedaba la esperanza de que ocho días más tarde, en Lisboa, podían
ganar aunque fuese por la mínima. Al no existir diferencia de goles, una
victoria lusa obligaría a España a jugar un tercer partido de desempate. Eso
era lo que preocupaba a don Amadeo García Salazar, ante la imposibilidad de
recuperar a Iraragorri y Chacho. El excelente conocedor que era don Amadeo tiró
por la calle de en medio y alineó, como era lógico, al que había ocupado el
banquillo en Madrid. Era la ocasión de Herrerita. Los jugadores no se movieron
de Madrid. Permanecieron en su concentración de El Escorial y esperaron hasta
el viernes por la noche en que, en tren, deberían desplazarse a Lisboa. En la
capital lusitana esperaban “rabiosos” por el desquite tras la afrenta del nueve
a cero de Madrid. Lángara era para ellos el “enemigo público número uno”. Su
balance aumentaba: dos partidos jugados, seis goles.
Manuel SARMIENTO BIRBA.
Notas:
[1]: En la mayoría
de publicaciones de la época y de recopilaciones históricas este interior
derecho figura como “Vantolrá”.
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